EN EL MUSEO DE LA VIDA COTIDIANA

Por X. Andrade

•    Publicado originalmente en BG # 30: 46-50 (2007).
• Fotografías de la colección de Doña Mercedes Garaycoa, a quien agradezco por su apertura para este proyecto. También a María Leonor Calderón, Tina Zerega y Cindy Chiriboga por sus entusiastas comentarios durante el trabajo de campo.

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En la encrucijada del “buen” y el “mal” gusto se encuentra el kitsch: único territorio en donde la curaduría es espontánea al nutrirse de las trayectorias y los objetos más diversos, y donde las museografías tienen un lugar predominante en la esfera doméstica cuando no se trasplantan, eventualmente, a los escaparates comerciales. Vaso comunicante entre la estética del shopping mall, el despliegue de las tiendas de artículos chinos, y las colecciones privadas de animalitos o de ancianos de porcelana, el kitsch irrumpe todo el tiempo señalando la no existencia del mal gusto sino solamente formas de distinción basadas en una admiración de la naturaleza supuestamente innata de las cosas, en la belleza provista por las tortas cumpleañeras en forma de estadio de fútbol, las reproducciones anónimas de Guayasamines y Kingmans, los muebles estilo Luis XV, y los saleros con rostros de esclavos negros sonrientes. Al mismo tiempo, la profusión de objetos de índole heterogéneo y contradictorio apunta hacia el hecho de que “el gusto” guarda relación con el destino de dichas cosas antes que con alguna esencia, y, muchas veces con el sentido de inventario que sirve de preludio para juntar a unos con otros. Es solamente por el hecho de que son calificados como de mal gusto que guardan una relación entre sí. De la repisa de la sala de estar, repleta de emplumados pajaritos o cabezas de venados embalsamados, a la vitrina, al museo y a las enciclopedias hay un paso muy corto que resta por darse.


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