Rockeros mortales como cualquiera. Fotografías de Paco Salazar, texto Esteban Michelena.

Fotografías de Paco Salazar.

Henry a las afueras del sotano – 1996

Rockeros mortales como cualquiera

Por Esteban Michelena (Sobre las fotografías de Paco Salazar).

Cuando yo nací, no fue como dicen los boleros, panita. No salieron ni el sol ni las estrellas ni nadie. Solo salí yo. No tuve circo, ni foto en el parque, ni cancha para jugar fútbol. Tampoco me contaron cuentos, no leí Tom Sawyer ni soplé las velas con mis amigos del barrio. En la escuela jamás me pararon bola ni los profes ni mis viejos. Mi taita, tuvo que emigrar a la yoni y mi vieja, tenaz la man, terminó criándonos.

A la U ni voy a entrar ¿Para qué mierda voy a entrar?Apenas pueda, me piso a los Estados Unidos, a España. De ahí que uno se mete es full con el rock, con el metal, el grunge, el ska, el punk. Con las letras de estos manes, con la gana que le meten, la fuerza que botan. Ya en el concierto, me pego mi media de plomo, mosheo, me concentro en lo que hacen las bandas, mato la violencia que sí cargo adentro. El rock, panita, me da chance de juntarme con otros como yo. Y de seguir viviendo. Viviendo, claro. Pero cabreado (Juan Andrango, estudiante secundario de 18 años, oficial de mecánica automotriz y fanático metalero, durante el concierto de rock Coliseo J. C. Hidalgo, 27-05-00).

A ver. ¿A qué tendría que sonar ésta, la furiosa generación de los jodidos? ¿A Caetano, a Gloria Estefan, a Julio Jaramillo? ¿Es posible un sonido coherente y armonioso en la expresión musical de toda una Sub-23 ecuatoriana que se refleja en testimonios como el citado?

Háganse amiguitos, pana. Estos rockeros de mechas al aire y camisetas negras, los que sin haberla visto ni de lejos, ni bien nacidos ya deben 1.087.25 USD por cabeza, son las furiosas y desgarbadas, pero también vulnerables criaturas de la urbe a las cuales, desde la insolente francachela de los petroleros años 70, el país les pasa, todos los días, la factura de su inoperancia, de su no proyecto, de la sapada y el quechuchismo.

¿Cómo pueden decir sus pensamientos los muchachos que, entre huelgas y kermeses se educaron en aulas de bloque y techo de zinc, leyendo el “Terruño” con maestros mal pagados y precarios; un hueco en la panza a la hora de almuerzo y otro en el alma en el lugar de los afectos? ¿Querían un salmo responsorial con el pianete de Richard Clayderman? ¡Nada! Que viva el rock.

Pero la vida es tuca y tiene el acierto de sonar a sí misma. Y desde esta minoría, expresión de una mayoría de ecuatorianos de este país en soletas, reincidente entre las crisis, la corrupción, la mediocridad y la desidia; diez años hace, se va pariendo, poco a poco, el rock nacional. Un rock duro, confrontador y contestatario; una bomba de esquirlas hirientes y desafinadas; un sonido distorsionado, ecléctico y diverso.

Un rock en gestación y aborto permanente, manufacturado a punta de necedad y entrega, de convicción, sacrificios y carencias; de vuelos, deslumbramientos, pasión y funerales. Una ráfaga a boca de jarro que, al mismo tiempo que ausculta los trizados espejos de una inexistente identidad nacional; soporta unas utopías individuales y diversas, que lejos de cualquier proyecto político, pugnan por el respeto a una minoría y coinciden en la necesidad de contar con un país del que no haya que largarse.

He aquí un Rock Made in Ecuador, vivito y jodiendo en medio de una sociedad “adulta”, pero fundamentalmente inequitativa, acomplejada y excluyente. Rock, para el susto de una derecha y unas élites graduadas de inútiles y corruptas. Rock, ante el rubor una izquierda jurásica que, autoborrada del mapa, en su momento tampocó respetó su espacio.

Que la década perdida, que la deuda, que el PIB. Que los indicadores de miseria, que los índices de ignorancia, desnutrición u oportunidades. Esas variables, por las que casi lucimos el rotulito de “país inviable” y por las que, como ecuatorianos, sufrimos la condición de parias planetarios, tienen nombre y apellido. Se llaman Juan Andrango, visten de negro y andan por las calles; escriben, tocan y cantan rock; resisten, sobreviven, chupan, fuman, joden, aman y hacen guaguas en los traspatios de los barrios marginales.

Hace sentido. En los 70, la nueva canción, con todos sus bemoles, anunció lo que se venía. Hacia los 80, el punk habló del no futuro. A estos manes les llegó la hora. Y estos chicos, tan violentos como frágiles, tan montoneros como solitarios, tan convencidos como confusos; constituyen ese rostro humano del país al que, durante los últimos treinta años, hemos desvalijado sin pudor, vaciado el alma y traicionado, con premeditación y alevosía.

Pero hay pulso, carajo. Y sobre las ruinas, una propuesta. Desde la carencia, una explosión. Contra el establecimiento, unas tribus y guerreros. Desde el barajo, una respuesta. A cambio del silencio, la estridencia. Desde el vacío, una búsqueda. Contra la exclusión y la desidia, una opción, un espacio y el respeto. En lugar de la resignación, la ira.

Mientras el Congreso, 20 años hace, no halla una agenda mínima para preñar a la democracia ecuatoriana con cinco centavitos de dignidad; ¡oh sorpresa!, desde garages, talleres y trastiendas, en los últimos 10 años, los rockeros van generando un sonido, unos contenidos, una naciente estética.

Una imagen que, a batatazo limpio, constituye una poderosa expresión urbana marginal que, parida en las mismas entrañas socioculturales; generacionalmente mudó del recelo y resignación de la rocola, al respeto exigido y la bronca del rock ecuatoriano. A ver, memoria esquiva. ¿Quiénes, sino los rockeros, fueron los únicos que, en defensa de sus valores, sus melenas y derechos, pararon en seco y de frente las mañas fascistoides de un expresidente mal cantante y bailarín?

Ondas, energía, ideas, diversas y contradictorias que, alumbradas desde el profundo Sur de Quito, viajan y alteran los traspatios de la cosa: Latacunga, Cuenca, Ambato, Guayaquil. El rock como una forma de vivir y de pensar que sus tribus difunden, enfrentan, consolidan y debaten mediante pequeñas pero efectivas redes y medios alternativos de comunicación que, poco a poco, registran la voz de una generación que ha crecido a la espalda del establecimiento.

Aquí están, en estas fotos de Paco Salazar, los sonidos y los rostros, las huecas y escenarios; las poses y expresiones, las formas, las caras, el goce, las miradas, las ropas. La ira, la resistencia, las respuestas y los gestos con que los rockeros ecuatorianos comparecen a la hora del desmadre nacional.

A Salazar, reconocido como uno de los mejores fotógrafos del mundo por la Revista Times, hay que agradecer su convicción y competencia para, siendo un tipo del otro lado del Sur, en lugar de fotografiar postales for export only; desde hace una década ejecutar sin tregua su personal proyecto de reflexionar y fotografiar el rock ecuatoriano.

Con una liberación de lucidez en el manejo de la técnica fotográfica, pero también con la paciencia de quien cree y ama apasionadamente lo que hace, Salazar ha logrado un ensayo sin símil ni precedentes, dentro de los trabajos dedicados a pensar el país actual, para el que documenta y preserva un mundo que corría el riesgo de perderse.

Desde lo más profundo de su ser, un punk ecuatoriano acecha tras el imperdible que cuelga en su ceja derecha. Antes de la descarga, una banda grunge sueña con Cobain; otros aparecen en el tiempo detenido que yace entre los áticos. Después de despedirse de la abuela, un rockero posa antes del rito. A la entrada de un coliseo, un joven lleva en brazos a su hija pequeña: pronto beberán de los iniciáticos efluvios del rock.

Afuera la luz, adentro la penumbra. Desde el claroscuro de la ventana, los que no retaquearon para la entrada, aguaitan para el portazo. Al pie de la tarima, las huestes veneran la muerte lenta con que un guitarra resuelve un solo dictado por Dios y el diablo. En medio del ruido colectivo, un fanático cae en trance, sometido por ese bajo poderoso que, cuando las neuronas hierven, pega directo en el cerebro.

Al final, cuando todos se han marchado, cuando en lugar del pedal de la batería se oyen los sordos ronquidos de la urbe, un rockero se descubre solo. Preso del vacío y el frío implacable de esta ciudad hecha al apuro, armada de bloque y techos de zinc, el rockero mira como su sombra se desvanece en el asfalto recién llovido. Ha terminado (con) otro día de su vida. Es hora de la retirada. Barrio adentro es la cosa.

Comentarios

  1. Gustavo says

    Estas fotos superlativas de Paco Salazar siempre serán el hito del rock y la fotografía!!

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