El rostro desafiado Reflexiones sobre la “contramirada” de Andy Warhol

Por Christian León

"Autoretrato", Andy Warhol, 1986
«Autoretrato», Andy Warhol, 1986

Si queréis saberlo todo sobre Andy Warhol,

mirad la superficie de mis pinturas y mis películas

y allí me encontraréis. No hay nada detrás.

Andy Warhol.


La mirada del afuera

Esta polémica frase, sin duda desenfadada e irónica, puede interpretarse como una de tantas declaraciones modernas y sofisticadas que suelen hacer genios pagados de sí mismos en la irreversibilidad de la fama. Sin embargo como lo plantea Marco Livingstone (1989) una interpretación sugestiva de la frase es su propio sentido literal. Warhol, el artista que firma las celebres Latas de Sopa Cambpbell (1968) o Marliryn (1964), es efecto de su propio discurso, es una estrategia visual, descentrada y sin fondo. Es un flujo de partículas sensibles en fuga que se expanden en un topos sin estratos en donde se disponen distintas intensidades visuales privadas de perspectiva. Warhol es un plano de inmanencia que conecta símbolos monetarios, vallas publicitarias, iconos cinematográficos, noticias massmediáticas, repite los estereotipos más estridentes, una y otra vez, afirmando su artificiosidad. Warhol y su obra, un continum superficial despojado de toda trascendencia, subjetividad y sentido. “No hay nada detrás”, ningún ser que desenmascarar, ninguna significación que descubrir. Por fuera de la superficie, de su inmanencia, no existe ninguna protuberancia que ascienda a las alturas la realidad original.

Warhol es la fascinación de la superficie. Es el aplanamiento de toda la construcción significante —desarrollada a partir de la articulación de estratos y sistemas— que se presenta a la vista con una atracción irresistible. La mirada se embriaga y desconcierta ante tal superficie que parece absorber el sujeto, el objeto y la distancia entre ambos. Esa distancia constitutiva del observador y lo observado desaparece en una acción que hace coincidir la representación y lo representado. Hablando del fenómeno del la escritura Maurice Blanchot ha descrito esta acción de la siguiente manera:

“La mirada es arrastrada, absorbida en un movimiento inmóvil y en un fondo sin profundidad […] La distancia no está ahí excluida sino que es exorbitante, es la profundidad ilimitada que esta detrás de la imagen, profundidad no vidente, no manejable, absolutamente presente pero no dada, donde se abisman los objetos cuando se alejan de su sentido, cuando se hunde en su imagen” (1992:26).

Cuando miramos el rostro coloreado de la Monroe (turquesa, amarillo, rosa), el principio mimético sobre el que se basa la representación queda suspendido. La artificialidad del color, así como las huellas del proceso serigráfico, impiden la representación naturalista / metafísica. La superficie del lienzo resiste al efecto de perspectiva / profundidad subjetiva, la imagen no remite a la Marilyn carnosa que supuestamente existe por fuera de la representación como principio de verdad y subjetivación trascendental. Al contrario, la diva de Warhol, nos lleva al rostro ingenuo de la muchacha del filme La comezón del séptimo año, al gesto complaciente de Sugar mimando a un supuesto millonario en Con faldas y a loco, también a ese símbolo sexual fotografiado como ningún otro en siglo XX, al icono de la frivolidad hollywoodense, o más aún a toda una constelación de imágenes acuñadas en el comic, la novela y el cine negro, a esa especie de femme fatale invertida. Una imagen conduce a otra, y esta a otra más, en un reenío infinito que posterga permanentemente el encuentro con el originario. La serigrafía de Warhol produce un doble movimiento. Frente al cuadro, el ojo vidente es absorbido por la superficie, se disuelve en una constelación de puntos que han dejado de ser exteriores a la imagen, distancia focal cero. Detrás de él, la ilusión de profundidad construida a partir de la perspectiva geometral se abre una profundidad abismal, tal como lo apunta Blanchot. Las líneas convergentes de la perspectiva naturalista se vuelven paralelas y trazan un recorrido incesante de superficie a superficie, de plano a plano. La imagen se desfonda en una superficie que es abismo. El rostro se transforma en un “innombrable pozo sin fondo” (Derrida, 1989: 402-409).

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