DE LOS PECADORES, sobre la intervención de Miguel Alvear en Arte Contemporáneo en patios de Quito, 2010

X. ANDRADE

Doña Carmen Enríquez foto: Manuel K.

Septiembre 24.  Es domingo por la mañana y camino desde el centro geográfico de la ciudad hacia el Centro Histórico.  Las mayúsculas son mandatorias desde que la renovación urbana convirtiera a este espacio en una producción turística: como tal, ocupantes tradicionales fueron desplazados a favor de un paisaje aséptico, ideal para un turismo internacional tan genérico como el resto del entorno.  En el camino, atisbo los folklóricos esfuerzos del gobierno local por «revitalizar» la zona con políticas orientadas, contradictoriamente, a la consagración de un modelo de ciudadanía de vitrina: turistas, paseantes y, a lo sumo, consumidores.  Es en este contexto donde uno aprecia el proyecto de Miguel Alvear, El Patio de los Pecadores.

Esta obra relacional conjuga intereses previos de Alvear sobre estéticas vernáculas con dinámicas dialógicas establecidas con los arrendatarios del patio asignado.  El espacio como tal, ubicado en una casona del centro, funciona perfectamente para los propósitos colectivos: como plataforma para el emplazamiento de algo –demanda externa derivada de la curaduría y de la propaganda del evento en el que esta intervención se enmarcara– y, el de los artesanos residentes, enfocados en el avance de su propia reivindicación.  Dos sistemas que regularmente se encuentran en conflicto por una cuestión de jerarquías entre capitales simbólicos: el arte contemporáneo deslindado de la polución añadida a lo artesanal como oficio y tarea manual, el concepto alejado del quehacer.

Esa tensión fue resuelta por los propios comerciantes al conjugar aquella identificación primaria de donde deriva su orgullo: un ethos del artesano que demanda la bendición celestial de las manos como instrumento de trabajo, y, una búsqueda profunda al interior del lenguaje en donde se busca sentido a lo divino.  Sentidos de culpa y cambio gracias a la mediación del Creador emergieron en los diálogos previos con la comunidad.  Oswaldo Vargas, dueño de la Imprenta Megan, y escritor, dedicóse a exorcizar sus demonios mediante la publicación de un folleto con poesías autobiográficas, mismas que dan cuenta de su lucha contra el alcohol y otras tentaciones.  En este perspectiva, no sorprende la defensa de Vargas en la disputa emergida durante el estadio preparativo sobre el titulo negociado para este proyecto.

El método de Alvear revela una mirada atenta a las fortalezas de cada uno de los participantes –el sentido personal de ética laboral constituyendo el punto de partida para cada uno de sus componentes.  Así, Doña Carmen, profesional en el área de «estética» personal, dueña del Salón de Belleza Paul, y dirigente histórica de la causa gremial del artesanado.  Ella fue clave para la realización de este proyecto por su liderazgo y entusiasmo dentro del microcosmos comercial de este espacio, y por aceptar ser cómplice de Alvear para  la producción de fotografías propagandísticas con modelos propias, sus clientes.  Usando las joyas que vende Mauricio Betancourt en una pequeña vitrina móvil que se ubica a la entrada misma del patio, el glamour de las modelos sirvió tanto para el propósito del artista por explorar los sentidos de belleza en lo popular, y, la preocupación sincera de Doña Carmen por devolverle respeto a una profesión que se ha visto puesta en jaque por las franquicias y la homogenización del cuerpo.

Amén del fotógrafo Nelson Castro, dueño de un negocio homónimo en el segundo piso y también colaborador en estos procesos, mención especial merece Don Marco Bozzano.  Heredero de medio siglo del estudio fotográfico Bozzano’s, aprovechó la ocasión que se le presentaba para reafirmar su propia causa: aquella que lo sitúa como uno de los pocos oficiantes de fotografía retocada en la actualidad en Quito.  Otrora técnicas favorecidas por el público, las múltiples formas del retoque fotográfico han sido virtualmente eliminadas debido a la expansión de la tecnología digital de reproducción de la imagen.  No obstante, si hay una expresión material de un cierto aura alrededor de la fotografía, esa es la intervención manual por parte de Bozzano para iluminar, colorear y modificar sutilmente un retrato con la intención de otorgar un sentido de trascendencia al momento.  Un trabajo meticuloso, visto por sí mismo como artístico en sentido estricto, es el que abonó Don Marco para muchas veces el asombro de los visitantes, entre ellos jóvenes para quienes el método les resultaba inédito.

El Patio de los Pecadores en realidad estaba compuesto por dos patios: en el de la entrada, la tienda de restauración de imágenes religiosas de Cesar Andrade sirvió como la principal locación para la intervención más obvia de Alvear.  A la exhibición de fragmentos de niños dioses –desechados en el proceso restaurador– sobre la fachada principal del negocio, se sumó un enorme Niño Dios inflable.  Dicen que en el momento de su bendición por parte de un sacerdote, a la hora de la inauguración del evento, se sumaron espiritualmente dos fuerzas contrapuestas:   la devoción de los artesanos por consagrar su vida para días mejores que hagan justicia a la calidad manual de sus trabajos, y, la de los visitantes y extraños conmovidos por la calidez de un acto al que asistieran solamente por la magia del arte contemporáneo.

En el segundo patio –impecable despliegue museográfico– fueron colgados en una pared algunos de los trabajos que ilustran las obras creadas por el Maestro Bozzano a lo largo de los años.  Cuando lo visito a dos semanas de que el proyecto se cierre, me cuenta que piensa dejarlas expuestas y que le gustan como piezas de exhibición.  Así, el círculo de relaciones establecidas por la propuesta de Doña Carmita y los señores Castro, Andrade, Betancourt, Alvear, Vargas y Bozzano, queda cerrado.

En el Patio de los Pecadores, el día a día.  Entre la invisibilidad a la que condenara a sus oficios la planificación urbana y el íntimo sentido de prestigio que emana del artesanado.  Benditos ellos, y sus manos.  Y maldito Alvear por promoverme a repensar los verdaderos sentidos patrimoniales:  no los anquilosados de la arquitectura y el turismo sino los vivos, de la gente y sus relaciones sobre un espacio dado.  En este caso, un patio rebautizado.  Cuando los oficios de ellos sean referidos con mayúsculas en las políticas de ordenamiento urbano, se empezará a hablar de un verdadero centro histórico.  Por el momento, incluir sus nombres propios en un catálogo de arte contemporáneo es el mínimo homenaje que les debo.

Fotografías: Miguel Alvear, Mary King,  Gonzalo Vargas.

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