Politica y vandalismo institucionalizado en Ecuador: La práctica de los “años viejos”

X. Andrade
* artículo originalmente publicado en María Pía Vera, ed. (2007), Los Años Viejos, Quito: FONSAL, pp. 97-116.

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La memoria, trabajando como siempre opera, esto es de manera selectiva, me lleva a un recorrido fragmentario sobre la vida social de los años viejos. De niño, recuerdo haber colaborado en la producción escenográfica de los mismos junto con los vecinos y las vecinas de la cuadra, así como haber participado, ya maquillado o enmascarado mi rostro, del cobro monetario requerido a manera de simbólico pago por los servicios prestados en la efímera vida que deparaba a los propios muñecos. Recuerdo también haber fungido de espectador en el momento más espectacular de la noche: la quema de los monigotes, instante en el que simultáneamente concurrían la introspección individual a la hora de juzgar el devenir de una etapa que muere, por un lado, con la explosión colectiva detonada por las llamaradas en la vía pública y los saltos sobre la fogata, por otro. Por último, mi memoria de la quema de años viejos en esa época es siempre colectiva, vislumbro esos momentos ora acompañado de mi familia ora de los vecinos y amigos del barrio. Barrio del norte de Quito construido en los terrenos de una antigua hacienda, caracterizado en esos tiempos por una gran dinámica comunitaria que fuera abolida un par de décadas después por la elevación de los cerramientos y su conversión en cercas de seguridad y la disciplina que imponen el miedo y la ruptura de los lazos cotidianos entre los residentes.

La experiencia de participación múltiple que revela el recorrido de mi infancia en las noches del 31 de diciembre y los primeros de enero, experiencia que tuvo lugar en las épocas de las dictaduras militares en los años sesentas y setentas, contrasta con el establecimiento de una mirada estrictamente espectacular trabada ya en mi trayectoria de adulto en la ciudad de Guayaquil. Han pasado cuatro décadas para vislumbrar una transformación radical en mi propio posicionamiento sobre los años viejos, un sentido de extrañamiento movilizado precisamente por el propósito reflexivo de este artículo. De hacedor, participante y espectador he pasado a desempeñar simplemente el último papel y, con frecuencia, desde una posición reiteradamente solitaria, más fotográfica, documental y etnográfica que cualquier otra cosa. Esta última estrategia remarca la construcción de una mirada enclavada en un cierto sentido de distancia, aquella que se produce desde detrás de una cámara o a partir de una observación disciplinada por los métodos de la antropología. Estos últimos incluyen preguntas previas a lo que uno ve en el campo, una lectura que tiende a contextualizar a los objetos y a sus dinámicas dentro de una determinada economía urbana, y, adicionalmente, una postura teórica sobre la producción, la circulación, la interacción y el consumo que se establece entre objetos –en este caso, muñecos hechos de papel pero también de huesos políticos– y ciudadanos.

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