¡Maranatha!: de cuando el rock en Guayaquil se hizo

Por X. Andrade

El entierro de Pancho Kaime - 1989 Fotografía: Paco Salazar

La memoria es como los pájaros, asegura Michel de Certeau, siempre chequeando a su progenie una vez que se hallan a la distancia. La memoria es, por tanto, el resultado de múltiples e incansables idas y venidas.

Este artículo es un vuelo de doble vía al nido de los orígenes del rock en Ecuador, un cúmulo de relaciones directamente olvidadas o, en el mejor de los casos, mitificadas al hechar mano de los estereotipos consabidos y las ecuaciones fáciles: rock, amor, juventud, libertad, rebelión, bla, bla, bla. El punto de origen es la historia individual de Pancho Jaime, el violento final de sus días y el silencio sobre su muerte. Es una historia tan reciente que, de hecho, la hace más significativa el que pocos la recuerden y la misión de este artículo es contribuir a que los rockeros reconozcan también las raíces complejas, contradictorias, y hasta autoritarias que ha tenido este género musical en el país. Confío en que mi argumento sea claramente entendido: lo que menos me interesa del rock es el rock, lo que me apasiona es como éste se halla articulado a un puñado de conexiones históricas e ideológicas que explican un determinado devenir, aquél que, finalmente, llegó a popularizarlo en lugares distantes a sus matrices originales.

El rock, en estos días, no es necesariamente ejemplo de actitudes contestatarias como alguna vez lo fuera (por lo menos como parte de las leyendas que hace autoconvencer a los jóvenes de que están haciendo algo en los márgenes cuando en realidad lo que hacen es acompañar de marihuana a la droga nacional, el alcohol, y corear las mismas pendejadas de hace treinta o cuarenta años). Fuera de nostalgias, el rock está para portadas de revista familiar de periódico dominical o para campañas de promoción de miedosos y reaccionarios sentidos de seguridad ciudadana.

Pero escarbar en la historia de Pancho Jaime y en la telaraña de conexiones aparentemente arbitrarias que llegara a establecer bajo la etiqueta rockera, sirve para brindar claves a una amalgama de sentidos ideológicos y elementos simbólicos dispares que, de otra manera, aparecerían desconectados y hasta opuestos. Nunca el rock ha existido en el vacío, y en el caso guayaquileño en particular, éste estuvo en sus orígenes encapsulado en un terreno de relaciones políticas. Así es que, más allá de las juras a la bandera de la libertad, lo que queda es la descarnada constatación de que aquí el rock no ha cambiado nada, ni tendría porque hacerlo mientras imperen el silencio, el miedo y los sentidos restringidos de la democracia. Diciéndolo directamente: el rock existe en un campo de poder más amplio en el cual callas o te callan, y, en ese sentido, no se diferencia en nada del resto de géneros musicales, todos inocuos por igual, mi Comandante Che Guevara.

La historia del rock en Ecuador es el resultado de un refrito particular, es un recalentado de amor y de paz pero también de pornografía política, populismo, adventismo religioso, violencia verbal y sangre. Y todo ello bien empaquetado originalmente con maquillaje inspirado directamente en Alice Cooper y aderezado con elementos de la industria porno de Los Angeles, California. Todo empieza con el retorno de un inmigrante a su ciudad natal, Guayaquil, durante los tempranos setentas. Si bien esta es una historia individual, lo que la hace fascinante y definitivamente anti-exótica no son las declaratorias de pleitesía a Led Zeppelin ni las loas a los Rolling Stones y The Who, todos ellos dispositivos standarizados de la “cultura” global del rock. Por supuesto, esto último —la “cultura” del rock— no es nada más que un cliché puesto que, hay tantas historias locales, como posibilidades de traducción tiene el breviario rockero. Por ello, lo que realmente importa en esta historia es que la ideología rockera de Pancho Jaime termina, después de una serie de alucinantes vericuetos, nutriéndose ávidamente de elementos normalmente estigmatizados como deleznables, tales como la vulgaridad del lenguaje, el sexismo y la violencia masculinistas, y, lo que es una infamia para todo serrano, una orientación política devota de Abdalá Bucaram —líder populista guayaquileño que representa, de acuerdo al sociólogo Carlos de la Torre, el grado sumo de repugnancia entre la conciencia ilustrada del callejón interandino. Y también entre el fragmento más rancio de las elites costeñas, por supuesto, salvo cuando de alianzas estratégicas se trata, claro.

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Material Impreso de Pancho Jaime (Fotografías de David Federico Palacios)

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